La transformación epistemológica de la medicina acaecida en el siglo XVIII con la aparición de la anatomo-clínica, introduce una nueva forma de concebir el cuerpo que, a grandes rasgos, termina reduciendo la enfermedad a la lesión; el cuerpo es ahora una entidad opaca que guarda en sus órganos y tejidos el secreto de toda afección. Pero dicha concepción del cuerpo es, como puede verse, reciente. Si dirigimos la mirada a la medicina antigua, y en particular a la medicina hipocrática, nos encontramos con un cuerpo distinto, transparente, donde los humores, aun sin ser vistos, tienen tanta realidad como cualquier parte del cuerpo. Sería interesante preguntarnos ahora: ¿qué tipo de acercamiento al enfermo, qué tipo de relación médico-paciente, era posible con este modelo epistemológico que concebía al cuerpo de tal manera, es decir, transparente, humoral, donde lo visible y lo invisible tenían el mismo derecho de existencia?
1. Medicina antigua y tekhne
Preguntarnos por lo que es la medicina puede llevarnos a diferentes caminos; por un lado, puede llevarnos al diccionario para encontrar ahí una definición bastante formal de la materia, pero poco útil a nuestros propósitos. Puede llevarnos también a la definición técnica o a la definición filosófica. Tendríamos un abanico de propuestas que la definirían como una técnica, un arte, una ciencia y tal vez como una cierta forma de humanismo. Podríamos dirigirnos, lo cual es el propósito de este ensayo, a la definición que desde hace aproximadamente veinticuatro siglos los griegos dieron de ella como tekhne; es decir, como un saber y un saber hacer. Vocablo que integra teoría y práctica; conocimientos y aplicación; profesión y sentido de lo humano. En este sentido, la tekhne es, al mismo tiempo, un arte, poseer ciertos conocimientos y la posibilidad de aplicarlos con algún fin, trátese ya de la salud, ya de la belleza o de la perfección. Recordemos que para los antiguos griegos el arte estaba intrínsecamente ligado con la experiencia y en ningún sentido compelido por el azar ni por suposiciones carentes de fundamento empírico.
En el Gorgias Polo responde a Querefón sobre su pregunta de lo que es un arte: "Entre los hombres, Querefón, hay muchas artes, cuyo descubrimiento se debe a la experiencia; porque la experiencia hace que nuestra vida marche según las reglas del arte, y la inexperiencia al azar. Los unos están versados en un arte, los otros en otro, cada cual a su manera" (Platón, 1984: 144). El arte fructífero es el que ha sido producto de la experiencia; aquello que implica conocimientos, pero también la manera de aplicarlos y llevarlos a la práctica. Desde esta perspectiva, la tekhne implica saber qué es aquello que se hace; conocer, aunque sea someramente, aquello sobre lo que se aplica ese saber, y saber por qué se hace lo que se hace.
Tekhne, para los griegos, era un saber hacer, integrado por dos capacidades del hombre que lo posee –el «artista»o tekhnites– esencialmente conexas entre sí: saber qué es aquello que se hace (lo que la habilidad puesta en práctica «es») y aquello sobre lo que se opera (lo que «es»la realidad a que se aplica el «arte»), y saber por qué se hace lo que se hace, cuando se actúa «según arte». El "arte" desplaza para siempre a la "magia". (Laín Entralgo)
Así las cosas, la medicina nace ya desde entonces como una arte que conjunta saber y saber hacer, lo que implica, a su vez, conocimientos sobre lo que son el hombre, la enfermedad, el remedio y el diagnóstico.
La tekhne es ciencia, arte, técnica, oficio y profesión. Valga decir que desde entonces también es discurso. Volviendo al Gorgias, cuando Sócrates pregunta a Gorgias si la medicina tiene por objeto los discursos, éste responde sin titubear: sí, y agrega después que tiene por objeto los discursos que conciernen a las enfermedades. Sea como ciencia, arte, técnica, oficio, discurso o todo al mismo tiempo, la tekhne médica no puede definirse como un asunto unidimensional: es cada una de las cosas antes dichas, y todas al mismo tiempo. Es teoría, pero también saber hacer; poner manos a la obra partiendo de un cierto número de conocimientos que no se obtienen deductivamente, sino a través de los datos que da la experiencia.
Se distingue de la episteme por su orientación práctica, mientras que episteme es un saber teórico constituido sobre bases deductivas y axiomas generales y abstractos y, de otro lado, frente a la empeiría, comporta un sistema de reglas y categorías y una base teórica sólida. ("Sobre la ciencia médica").
En tanto tekhne, la medicina antigua se erigía como un intento de hacer coincidir, en un solo cuerpo, conocimiento y saber hacer, teoría y práctica. Tal estrategia respondía, ante todo, a la complejidad de su objeto, el cuerpo enfermo, realidad que no podía reducirse ni a un conjunto de deducciones preestablecidas ni al mero proceder ciego y azaroso. Sin duda, el cuerpo de la medicina hipocrática, que será el corpus médico en que nos centraremos, era muy distinto al cuerpo sobre el que actúa e investiga la medicina moderna: Es quizá de esta diferencia las dos formas de concebir distintamente la corporeidad del hombre que se desprenden dos visiones éticas igualmente distintas.
2. Del modelo "filosófico" al modelo "histórico" de la medicina
Alguna vez la enfermedad se presentó ante los hombres como una realidad independiente, no simplemente como un estado de menor salud, de "menor valía", sino como lo radicalmente "otro" que poseía los cuerpos con una voluntad casi autónoma. Estamos hablando de esa concepción ontológica de la enfermedad, que lejos de reducirla a simple variación numérica, le daba una existencia propia.
En la medicina antigua, desde nuestra mirada (inclusive, podríamos hablar aquí de toda la medicina anterior al siglo XVIII), el imaginario parece ser el criterio epistemológico que permitía hacer del padecimiento un hecho relativamente comprensible y cognoscible: antes del surgimiento de la medicina moderna los trastornos nerviosos eran atribuidos a un desecamiento del sistema nervioso o a un exceso de calor; había por tanto que restituir al organismo la humedad adecuada por medio de prolongados baños que podían durar de diez a doce horas diarias.
Otros trastornos se adjudicaban a la mala influencia de ciertos humores que podían ser curados por medio de sangrías y otros procedimientos parecidos. Desde nuestra mirada moderna nunca podremos ver humor alguno instalado en algún órgano del cuerpo. Sin embargo, ¿cómo negarle al hombre medieval y al médico griego que realmente existía lo que decían estar viendo? ¿Cómo suponer que no lo veían? La enfermedad en la antigüedad es muy parecida al "Horla" de Mauppassant: pasa frente a nosotros invisible, pero atenta; nos acecha y nosotros no nos percatamos en lo mínimo de su presencia; entra en nuestras vidas e invade nuestros espacios; se posa en nuestros cuerpos y nos consume, como siguiendo un plan, como ente inteligente y autónomo. La enfermedad anterior al siglo XVIII no sólo se posesiona del cuerpo; hace del cuerpo su expresión más fina, y el enfermo se torna tan sólo un objeto que desvirtúa el desarrollo normal de la naturaleza misma.
El cuerpo es "el cuerpo de la enfermedad", y la enfermedad, lejos de ser contra-natura, expresa la naturaleza misma.
Hay una continuidad evidente entre la medicina anterior al siglo XVIII y la que sobreviene después, pero también hay un quiebre definitivo: hay una nueva manera de tratar con la enfermedad y con sus signos. En la medicina antigua el mal tenía una vida propia, más natural que la del sujeto en que se posaba. Había que dejar que la enfermedad evolucionara sin ningún obstáculo, y descubrir así su naturaleza; sólo después de ello sería posible ayudar al afectado. Al tener la enfermedad una vida propia lo que importa es adivinar, dibujar, imaginar los oscuros vericuetos a través de los cuales (invisible e inaprehensible) traza su geografía de dolor y sufrimiento sobre la corporeidad del enfermo.
La división entre lo visible y lo invisible no está trazada aún. El mal se introduce en los órganos y éstos hablan al médico en completa desnudez, como si el cuerpo fuera transparente, sin opacidad. Había, pues, todo un ejército de imágenes, de quimeras, de espejismos que, sin embargo, era tan reales para el médico de entonces como lo es para el de hoy ver por medio de una tomografía un tumor; no había, así, una separación radical entre las palabras y las cosas: lo que no se percibía por la vista tenía igual derecho de existencia y de enunciación que lo que era visible.
Para comprender cuándo se ha producido la mutación del discurso, sin duda es menester interrogar algo más que los contenidos temáticos o las modalidades lógicas y recurrir a esta región en la cual las "cosas" y las "palabras" aún no están separadas, allá donde aún se pertenecen al nivel del lenguaje, manera de ver y manera de decir. Será menester poner en duda la distribución originaria de lo visible y lo invisible, en la medida en que ésta está ligada a la división de lo que se enuncia y de lo que se calla: entonces aparecerá, en una figura única, la articulación del lenguaje médico y de su objeto. (Foucault)
Estamos frente a un cuerpo transparente que permite que todo sea visible, aún lo que en principio no lo es. En otros términos, lo que no se ve puede, sin embargo, dilucidar los caminos que toma el mal, que si bien deja huellas perceptibles (dolor, enrojecimiento, inflamación, hemorragias, etcétera), éstas no señalan la esencia de la enfermedad, tan sólo su apariencia. Así, conocer y comprender el devenir del mal trasciende a la mirada: habrá, por tanto, que establecer por medio de analogías su misterioso proceder, desentrañar su esencia mirando más allá de las superficies.
En estos terrenos el diálogo entre médico y paciente resultaba parte integrante del diagnóstico; de hecho, la enfermedad para el médico hipocrático sólo era comprensible holísticamente; es decir, atendiendo a aquellos elementos que acompañaban su aparición y desarrollo: ambiente, clima, humedad, situación laboral del enfermo, temperamento, etc.
Con la llegada de la medicina moderna el proceder del médico se simplifica: ya no habrá que construir todo un desarrollo fantástico del padecimiento para comprenderlo, sino simplemente afianzarse a la mirada. La enfermedad es lo que se ve: la mirada recorre la superficie de un cuerpo que ha dejado de ser transparente y se ha tornado opaco. La separación entre lo visible y lo invisible cobra derecho de ciudadanía en este nuevo discurso simplificado y empirizado en la simpleza de la mirada. Lo invisible ya no tiene el mismo derecho de existir que lo visible. La enfermedad ya no es más un ente con voluntad y proceder propios; antes bien, un desperfecto de la propia salud, un mal funcionamiento del cuerpo que seguramente en alguno de sus órganos guarda la lesión culpable del mal. Por tanto, su proceder ha sido exiliado de los terrenos de lo misterioso para instalarse en el espacio de lo absolutamente visible.
La enfermedad tiene, así, un origen identificable, una forma de invadir el cuerpo rastreable y una cauda de efectos y síntomas perfectamente observables: se establece el reino de la mirada. Pierde toda legitimidad lo que puede decirse sobre lo invisible.
Pero ello no se traduce necesariamente en que en la medicina de las esencias la mirada no existiera; claro, ahí estaba, atenta a las supuraciones, a los enrojecimientos, a las lesiones, pero habría que decir que dichas explicaciones apelan, en primer lugar, a primeros principios o causas finales, mientras que, en segundo lugar, introducen entre el ver y el decir el amplio espacio de la interpretación. Esta presencia de la mirada es innegable. Si nos percatamos de algunos de los aforismos de Hipócrates tendremos cuenta de ello.
Las orinas con grumos o sangre, el espasmo urinario y los dolores en el periné, en el hipogastrio y en el pubis, indican enfermedad en la vejiga o de sus dependencias. (Aforismos)
Es notorio que poder hablar de grumos y sangre en la orina requirió la observación aguda por parte no de uno, sino de varios médicos en diferentes circunstancias. Es notorio también que de la mayor parte de los tratados está ausente toda explicación divina o trascendental de los fenómenos observados, y que dichas observaciones tienden a formular una posible causa eficiente (que no finalista) de dichas afecciones; sin embargo, si nos preguntamos el porqué de dichas afecciones nos tendremos que remitir a los humores o al temperamento del enfermo, algo que no tiene el mismo estatus de visibilidad. Por ejemplo, un temperamento melancólico estaba auspiciado por el exceso o falta de un humor y por la conjunción de una serie de características que no siempre quedaban expuestas al ojo que miraba. La melancolía era, sin duda, una construcción derivada en parte de observaciones: reunía una cierta cantidad de características derivadas de la observación, pero su constitución como estado patológico reunía factores que no eran necesariamente observables o, con más precisión, se trata de una construcción hermenéutica que parte de lo observado pero que a la vez lo trasciende: va más allá de lo meramente visto, trasciende la mirada porque interpreta lo visto. Así, poseer un estado melancólico implicaba ciertos síntomas observables, pero a su vez poseer ciertas características no del todo visibles: calor, humedad, sequedad, etc. Así las cosas, la centralidad y la importancia de la mirada en la medicina antigua acababa ahí donde el acto interpretativo hacía acto de presencia. Entre el ver y el decir había toda una hermenéutica de lo visto, en donde lo dicho iba más allá de lo observado. Entre el ver y el decir estaba el lugar de las construcciones, de la casilla del cuadro clasificador, del temperamento, de la esencia. Ambas, tanto la medicina antigua como la moderna, hacen de la mirada el instrumento de recaudación de información por excelencia; sólo que en la primera su poder esclarecedor acaba donde comienza el proceso interpretativo, mientras que en la segunda se pretende ver y decir, sin nada en medio que "desfigure" lo visto, nada que pueda pretenderse más apegado a la "realidad". Tal vez por ello Foucault nos dice que con el nacimiento de la medicina moderna el conocimiento médico deja de ser filosófico e interpretativo y se instala en la historia. "Lo histórico se parece a todo lo que, de hecho o de derecho, tarde o temprano, abierta o indirectamente, puede ser dado a la mirada." (Foucault).
Valdría decir que con la medicina moderna la mirada se objetiviza; ya no tiene igual derecho de existencia lo que no se ve; ahora, el médico centrará su atención en los efluvios corporales, los espacios sólidos, las moléculas o las células. Siempre tratará con objetos constituidos en el espesor de un cuerpo (Lolas).
Este modelo histórico de concebir la enfermedad nos habla de aquello que hoy se conoce como modelo biológico-lesional; es decir, aquella concepción de la enfermedad que reduce la enfermedad a la lesión: si se está enfermo habrá de encontrarse, en algún órgano o en algún tejido, la lesión responsable del mal. De ahí esta afirmación que Foucault expresa magistralmente: si antes el médico preguntaba, ¿qué tiene usted?, ahora basta con preguntar, ¿dónde le duele a usted?
3. Ética en la medicina hipocrática: la posibilidad del diálogo
Es posible sospechar, desde lo antes expuesto, que ante un cuerpo cuya transparencia se debía a nuestra imposibilidad de poder penetrarlo1 y de poder mirar humores en él, el uso de la analogía y la interpretación era algo imprescindible. Como se expone en la introducción del tratado "Sobre la medicina antigua":
El método que propone el autor consiste en reconocer lo invisible a partir de lo visible; partir de lo que ya está claro y es conocido por todos para llegar, por analogía, a lo que no lo es.
Esta calidad del cuerpo, medio visible y medio invisible, poblado de humores y, por ende, transparente, hacía necesaria la interpretación en muchos niveles por parte del médico. En primer lugar, la necesaria comprensión de lo invisible a partir de lo visible. En segundo, la interpretación de lo "visto" a la luz del cuadro de las esencias; es decir, del cuadro que dictaba la naturaleza de toda enfermedad sobre lo que podíamos percibir de ella por medio de los sentidos. En tercer lugar, ante las limitaciones de la mirada, muchas veces era necesario recurrir a la propia interpretación del enfermo. Recordemos que la medicina hipocrática se caracterizaba por su visión de conjunto: clima, alimentación, geografía, historia personal, podían ser la clave de cualquier padecimiento, lo que hacía necesario echar mano, de vez en cuando, del saber narrativo del enfermo. Con todo, es necesario hacer algunos matices para poder tener una idea correcta de lo antes expuesto.
Hasta ahora se ha hablado de medicina hipocrática como un todo homogéneo; nada más lejos de la realidad. De hecho, hubo dos escuelas que difirieron entre sí por sus métodos y fines y que, con todo, pertenecían a la tradición hipocrática: la escuela de Cos y la escuela de Cnido. Se sabe que la primera se distinguió por tener un cariz más práctico y por dar más peso al enfermo que a la enfermedad; mientras la segunda se destacó por ser más teórica y por dar preponderancia a la enfermedad. Aunque ambas estaban influidas por la teoría de los humores, el papel del enfermo no es el mismo para una que para otra. El médico de la escuela de Cos:
A partir del reconocimiento del enfermo, de lo que él mismo cuenta y de lo que, complementariamente y críticamente, el médico observa, construye éste la historia clínica del paciente y su dolencia. La prognosis hipocrática significa «una síntesis de pasado, presente y futuro» (Littré). En tal sentido el pronóstico subsume el diagnóstico, que sólo es reconocimiento de los síntomas presentes, y mediante la anámnêsis y el logismós amplia su juicio acerca del proceso de la enfermedad ("El pronóstico").
Mientras que para el médico de la escuela de Cnido la enfermedad tiene mayor importancia que el enfermo, porque aquella es más natural que éste, y además construye su diagnóstico y pronóstico atendiendo principalmente a la teoría y al cuadro de las esencias; interpela al paciente sólo si es excesivamente necesario, no para saber la naturaleza de la enfermedad, sino para saber cómo la desvirtúa y particulariza el enfermo (es decir, reconoce al enfermo, pero sólo para posteriormente eliminarlo y poder observar a la enfermedad en sí misma). El médico de la escuela de Cos construye dialógica y narrativamente su historia clínica, su diagnóstico y su pronóstico. Interpela al enfermo no para reconocer la particularidad que desvirtúa a la enfermedad en su verdad, sino para reconocer a la enfermedad en su verdad misma. Observa, mira, especula; pero también pregunta y construye, junto con la autobiografía patológica del enfermo, el diagnóstico. El médico de Cos dio especial relieve a la historia clínica, al análisis de la enfermedad con un comienzo y un fin, reconoce al enfermo, pero no para borrarlo después, sino para entender en él y por él a la enfermedad. Hace uso del cuadro, pero no se supedita totalmente a él, prefiere guiarse por los síntomas para precisar de qué enfermedad se trata.
En contraste con los autores de Cnido, el médico de Cos quiere señalar que no es muy importante el precisar los nombres de las enfermedades, sino el cuadro general para su análisis. No se trata de fijar un diagnóstico, sino de atender a la patología general ("El pronóstico").
El médico de Cos introduce una variante importante en tal esquema, aquí el enfermo y su historia de vida se vuelven centrales. Laín Entralgo es un convencido de las bondades y del humanismo médico hipocrático, pues en sus obras hay una firme creencia de que entre médico y enfermo hay una relación filial:
La vinculación entre hombre y hombre que establece el acto terapéutico se halla constituida por dos movimientos complementarios: el que va del enfermo hacia el médico y el que va del médico hacia el enfermo. Ambos son cualitativamente distintos entre sí; pero el genio griego tuvo el penetrante acierto de designarlos con un mismo nombre: a uno y a otro les llamó genéricamente philía, «amistad». (Laín Entralgo).
Los mismos tratados tienen en muchos de sus capítulos declaraciones al respecto; por ejemplo, en los "Preceptos" hay un claro interés por preservar y respetar la humanidad del enfermo.
Aconsejo no recurrir en un exceso de inhumanidad, sino atender a las condiciones de vida y los recursos (del paciente). Y que, a veces, se practique gratis la medicina, trayendo a la memoria el recuerdo pasado de un favor o el prestigio presente ("Preceptos").
Aunque la escuela de Cos daba importancia a la historia clínica, al diálogo y al saber narrativo proporcionado por el enfermo, este diálogo no era el único ni el más importante. También había un diálogo (tal vez el más importante) con los colegas para intercambiar opiniones y pedir consejo, y en ocasiones, hasta para confrontar ideas. Había un diálogo con la divinidad, a la que se le reconocía un espacio ahí donde el saber y la práctica médicas ya no podían hacer nada. Hay pues una presencia de la palabra dialogante.
En el Corpus Hippocraticum, el logos es, ante todo, razón y palabra expresiva; más también es palabra comunicativa, decir a otro; en suma, pregunta, respuesta o discurso, en el sentido oratorio de este último término. Además de expresar con su logos lo que la realidad «es» –la fracción de la realidad que al médico le importa–, el médico hipocrático habla para comunicarse con alguien: los dioses, el enfermo o las personas que rodean a éste (Laín Entralgo).
Con todo, es necesario hacer un nuevo matiz. Aun para un admirador de la medicina antigua como Laín Entralgo, este uso dialógico de la palabra tenía sus propias limitaciones. Para Laín el papel de la palabra es fundamental en el ejercicio médico de cualquier época, tan importante que debe tener preponderancia sobre la mirada y la observación de los signos; para el médico-filósofo español la medicina humanista sería verdaderamente humana cuando llegara a convertirse en una psicoterapéutica, donde el diálogo tuviera igual o más peso que la mirada sobre el cuerpo. Así las cosas, la medicina hipocrática no llegó a convertirse en una psicoterapéutica, a pesar del hincapié que los médicos de la escuela de Cos hicieron sobre la importancia de escuchar al enfermo, de conocer su autobiografía patológica y su saber narrativo sobre su propio padecimiento. Las razones de ello son, en primer lugar, que aunque hay menciones de la importancia del enfermo y de la necesidad de escucharlo, por lo general en los textos hipocráticos se encuentra un recelo notorio al exceso de palabras, al abuso de estratagemas verbales que más que sabiduría y seriedad podían indicar desconocimiento y charlatanería.
Hay, pues, una fuerte desconfianza hacia los "encantamientos verbales", que se asoman siempre que el médico habla más que actúa. En segundo lugar, está la preocupación por el dato objetivo, por instalar la esencia en la corporeidad del enfermo. La percepción es esencial para dar cabida a la enfermedad en el cuadro, sólo por medio de lo percibido es posible construir la memoria y, más tarde, la teoría.
La teoría, en efecto, es una especie de recuerdo compuesto de lo que se ha captado mediante la percepción. Pues de un modo evidente se forja imágenes la percepción, experimentadora, previa y conductora de las impresiones reales hasta la inteligencia; y ésta, al recibir las imágenes muchas veces, conservando a éstas su cuándo y cómo, y depositándolas en sí misma, recuerda. ("Preceptos").
La preponderancia del cuerpo como fuente de la mayor parte de los datos necesarios para formar el diagnóstico y el pronóstico. La preponderancia de la enfermedad sobre el enfermo y la necesidad de hacerla entrar en alguna esencia del cuadro, entre muchas otras cosas, hacía que la sensibilidad hacia el enfermo, en su dolor y el sentido que ésta le confería, se viera limitada, lo que en buena medida reducía la posibilidad de entablar un diálogo con el enfermo y de construir un saber narrativo que complementara lo que arrojaba la mirada. Esta cierta preponderancia del cuerpo, soma, hizo que finalmente la physis fuera identificada y reducida solamente a lo corporal:
¿No habrá conducido en ocasiones, frente a la realidad del hombre, a identificar abusivamente physis y soma, y a menospreciar, por consecuencia, todo conocimiento acerca de la physis humana que no pueda ser rápida y expeditivamente reducido a «sensación del cuerpo». (Laín Entralgo)
Había, pues, una desconfianza en el uso excesivo de la palabra por parte del médico y aun más reticencias para dar peso a lo dicho por el enfermo. De hecho, ya en la Antigüedad griega la medicina se definía como arte mudo. En la Eneida Eneas cae gravemente herido, por lo que es atendido por el médico Lapix, el cual para atenderlo "prefirió conocer las virtudes de las hierbas, y los usos del curar, y ejercitar sin gloria las artes mudas". En Las Leyes Platón distingue dos tipos de medicina: una muda ideal para practicarse con los esclavos, y otra verbal en la que tiene un papel esencial "la palabra del médico". Se subraya la importancia de la palabra del médico porque, con todo, y a pesar de este reconocimiento, ella sigue estando en poder del médico. Dicha palabra podía tomar varias formas, podía ser "inquisitiva"; es decir, escudriñadora de los hábitos de vida, a la vez que juzgadora de los mismos; podía ser también "imperativa", aquella que demanda conductas y comportamientos, que hace de la prescripción un mandato; finalmente, hay a su vez un tipo de "palabra descriptiva", a todas luces más dialogante, que puede dibujar ante los oídos y la mirada del enfermo o del grupo de colegas o estudiantes los veri-cuetos de la enfermedad.
Hubo pues, en teoría, dos tipos de medicinas que fueron practicadas en la Grecia Antigua, una para esclavos y otra para hombres libres; sin embargo, ambas comparten un rasgo esencial: el papel del enfermo sigue siendo el de individuo mudo que se sujeta al silencio del médico o a su palabra. En todo caso, lo que Laín Entralgo resalta como philía era un tipo de relación entre médico y hombre libre en la que la palabra era, sobre todo, atributo del médico. Pero aún más, la philía representaba confianza en que el médico quiere lo mismo que el paciente, tiene el conocimiento para procurar su salud y sentimentalmente busca lo mismo: desea su recuperación.
¿Quién es de hecho mi amigo? Es de hecho amigo mío aquel que, siendo por naturaleza igual a mí, pudiendo, por tanto, hablar conmigo, procura mi propio bien personal, y cuyo bien personal yo, por mi parte, también procuro. (Laín Entralgo)
Así pues no había necesidad imperiosa de diálogo, no había urgencia por saber qué pensaba o quería el enfermo, ya que el médico quería lo mismo; no tenía sentido, pues, tomar decisiones conjuntas.
Los médicos de la Grecia antigua percibían en forma cabal la importancia de la confianza y de la fe en el tratamiento de la enfermedad. Los habría sorprendido hablarles de decisión compartida. Una petición así les habría parecido innecesaria, contraproducente y, por tanto, contraindicada. La habrían considerado innecesaria porque para ellos el médico y el paciente estaban unidos por medio de la amistad, philía, que hacía que sus objetivos fueran uno y el mismo (Katz)